LOS CORSOS DEL PUEBLO
Cuantas cosas se han ido perdiendo con el tiempo. Lástima que a veces han sido tan comunes, protagonizadas por anónimos ciudadanos, que nunca ocuparán un lugarcito siquiera en los renglones de la historia pero que, sin embargo, fueron motivo de movilización, del rompimiento abrupto de la monotonía diaria del pueblo que vegetaba, más que vivía.Cómo no recordar aquellos carnavales pueblerinos, los corsos. No eran aquellos con el esplendor de brillantes chafalonerías, ni de graciosas caderas cubiertas por escasa vestimenta, cargadas de lentejuelas, como las que desfilan en estos tiempos por los turísticos circuitos, ornados con luces multicolores.
Los corsos de entonces estaban, eso sí, llenos de esa apasionante inquietud que incitaba a llegarse al costado del camino abovedado y polvoriento, para admirar la picardía y el ingenio del disfraz, la elegancia de las jovencitas sobre la carroza, o tal vez para tratar de descubrir siquiera un rostro escondido tras la alegre mascarita.
Costumbre ancestral y pagana que, con los altibajos provocados por las circunstancias de cada época, hizo del carnaval de pueblo un acontecimiento singular, lleno de colorido. Punto de encuentro obligado de todos los paisanos que se daban cita en el espacio asignado, para dar rienda suelta a un entusiasmo inusitado, tal vez exagerado y falso, pero que no dejaba de ser por lo menos: liberador.
No existía en los corsos diferencia alguna de credos ni de razas, ya que daba lo mismo encontrarse en ellos con los criollos, preferentemente la peonada de los distintos establecimientos rurales de la comarca, como con los gringos, friulanos la mayoría de las veces, que por entonces tenían un modo de vida algo superior y que en esas oportunidades llegaban para compartir con los que estaban radicados en el casco poblado del antiguo pueblo.
El acontecimiento pletórico de locura colectiva se iba acercando a pasos agigantados. Era la oportunidad para dejar de lado la monotonía y el hastío pueblerino. Llegaba el tiempo para dejar por un momento la careta hipócrita de usanza diaria para reemplazarla por la de cartón engrudado y secado al sol.
¡Era necesario disfrazarse para poder mostrarse tal cual se era!...aunque parezca una contradicción…
La mueca gigantesca del rey Momo indicaba que el día tan esperado había llegado, por fin, para reír, gozar, divertirse y dar solaz para la expansión del alma.
El eco sordo de los sermones desesperados y apocalípticos del cura, que tras el púlpito había enronquecido tratando de convencer a sus feligreses sobre el peligro que significaba aquella conjura demoníaca, era acallado por la altisonante música popular que se irradiaba por la propaladora con sus chillones altavoces.
El oscurantismo había sido derrotado por el ansia popular de divertirse sanamente y por la necesidad de recaudación del club San Benito, que era el organizador. Se conjugaban en complicidad, para poner en tela de juicio por un momento algún principio religioso, que pronto encontraría su “miércoles de cenizas” para el arrepentimiento y para la penitencia.
Los organizadores, con ingenio y dentro de las limitaciones económicas, se encargaban de ornamentar las calles por donde se realizaría el desfile carnavalesco, que era iluminado con faroles a kerosene, colocados de tanto en tanto en ambos costados de la calle, aunque en alguna oportunidad se utilizó un grupo electrógeno que mejoró notablemente la calidad de la iluminación. Esto se lograba gracias al vínculo estrecho que unía a la comunidad benitense con la base militar próxima que prestara su colaboración con aquel equipo.
Multicolores guirnaldas eran colgadas en diagonales intermitentes lo que daba un lindo marco para aquella jornada festiva. Los numerosos soguines con pequeños triángulos de papel se movían alegremente y adquirían mayor brillantez en la cercanía de las luces.
En carruajes, a caballo y en vehículos motorizados iba llegando aquella romería familiar, para poblar el circuito improvisado en la ocasión; las mujeres iban ubicándose en las comodidades alquiladas por la comisión encargada de su explotación, junto a los niños que permanecían quietos lo que un suspiro, para entrar a corretear de inmediato arrojando petardos, petacas y por lo general…bien provistos con los antipáticos pomos de agua, con los que tenían a maltraer a cuánto descuidado encontraban a su paso. Las niñas con serpentinas ponían su nota en el jolgorio, dando un toque de misterio con sus alegres antifaces.
Un cortinado gastado y sucio, construido con bolsas de arpillera añadidas, en el mejor de los casos con bolsas de harina, servía de marco a una surtida cantina, en cuyos tablones que hacían de mostrador, los hombres encontraban oportunidad para contener su sed en tragos diversos y para escapar de la celosa vigilancia de su pareja, dándole rienda suelta a sus miradas inquietas y engolosinadas.
Los organizadores para esa ocasión se procuraban de las barras de hielo necesarias en la fábrica Quilmes de Paraná, como para enfriar bien las bebidas, que se acomodaban en bayones de hierro galvanizado cortados por el medio.
Si bien no era el mangrullo ideal, en las cercanías de la cantina se estacionaban cuatro o cinco milicos, quienes vestían sus raídos uniformes, los que combinaban con bombachas criollas, ceñidas por un cinto ancho adornado con su clásica rastra. Ese era el lugar hábilmente elegido para alternar una estratégica vigilancia, “bombiando” a la concurrencia y conseguir, por iniciativa propia o mejor aún de los parroquianos, variadas formas para aliviarse del calor reinante.
Llegado el momento culminante, un locutor engominado anunciaba el inicio del desfile y una salva de bombas de estruendo atronaba en el cielo, ante la desesperación de los caballos atados en las cercanías, como así también de los perros infaltables, que huían asustados hasta que se recuperaba la calma.
Era entonces la oportunidad de observar todo el ingenio y la iniciativa, que se traducía en pintorescas carrozas, unas armadas sobre carros de cuatro ruedas tirados por caballos, otras en más modestos charrets o sulkys y las más ponderables, armadas sobre camiones o acoplados tirados por los flamantes tractores que recién comenzaban a aparecer engomados. En las carrozas no faltaban las simpáticas señoritas vestidas con elegancia, que habían hecho despertar el ingenio de sus celosas madres, que habían tenido que tijeretear percales en desuso para copiar algún modelo de antiguos figurines. No faltaban las que cargaban con sutiles alas de mariposa que agitaban en cándidas cadencias. Muchas de aquellas niñas regalaban juveniles sonrisas que hacían suspirar a los muchachones y las menos, en cambio, denunciaban en sus caras la tristeza de un amor que no aparecía para la cita entre la concurrencia.
Si bien cundía el desorden en la largada del desfile, dando muestras de inexperiencia por parte de los responsables, poco a poco iban iniciando aquel pasaje las más variadas alegorías, parodiando hechos, personajes del momento, de la historia, etc., en las que no faltaban sutilezas y picardías con doble sentido, que despertaban sonrisas cómplices entre los espectadores. Las caretas de ojos saltones, las que tenían grandes orejas de burro, se mezclaban con las que remedaban al diablo, o a una vaca holandesa; en fin, todo era alegría y desparpajo.
Se alternaban entre las carrozas, las murgas improvisadas, que transmitían alegría contagiosa desde las cabriolas y movimientos torpes de sus integrantes, entre los que no faltaban quienes ejecutaban algún instrumento musical, reclamando por medio de acordes destemplados la urgente presencia de algún afinador piadoso, circunstancia menor, que pasaba desapercibida ante el clima de fiesta y de regocijo inusitado, que poco a poco iba ganando terreno entre la concurrencia, principalmente entre los hombres, gracias a las bondades del pagano dios Baco, que se materializaba en los ardientes tragos de caña “Globo”, de “Kalisay”, de “Ginebra Llave”, de vino “Alpaca Carlón” o de Cerveza “Santa Fe” y otros tantos brebajes de la época.
No faltaban en el desfile: el diablo, el gringo inmigrante, un Juan Moreira, un San Martín, un Belgrano, el León de Francia, Tarzán y otros tantos personajes, arlequines y otros payasos sonsos, que competían con algunas mujeres que se la jugaban disfrazadas de hombres y muchos hombres, disfrutando con ser mujeres por un rato, haciendo del disfraz un libertino instrumento que se utilizaba con alegre desenfado, para darle rienda suelta a tantos deseos reprimidos por imposiciones etiquetadas de educación, de cultura o de recato clerical… muy lejos estaba por entonces la ley de matrimonio gay.
Aún recuerdo a unos policías, que en una oportunidad tuvieron que abandonar por un momento su estratégico mangrullo de vigilancia, para atender, fusta en mano, las diferencias entre un Tarzán y un Oso, que se creyeron encontrar en medio de la selva. Con sendos futazos los hicieron comprender que en realidad se trataba de una parodia.
Con mayor diplomacia hicieron desistir de una discusión a don San Martín, que se había trenzado con un mal moldeado Sarmiento de cartón, al parecer, por la disputa de una jovencita del centro, pero los dos próceres tomaron al pie de la letra la intimidación de los milicos Valdéz y Santamaría y continuaron con su ceremonioso pasaje.
¡Cómo no acordarse de la bandurria Casco, “mamado hasta la coronilla”, que no necesitaba disfrazarse para hacer sonreír a la concurrencia…a Camarata, llevando y trayendo algún chisme piadoso, acomodándose de tanto en tanto los pantalones que se le querían caer…al Yacaré Alloatti, llegando en su carro de cuatro ruedas, que tenía en la parte trasera una leyenda que decía: “Y Nunca Más se Supo”…
. ¿Como andás Yacaré...engordando el ojo, eh?… - le preguntó en una de esas jornadas de fiesta, Juancho Calderón, que era otro de los milicos que hacía guardia en el corso…
. ¡ ahjá.. Macanudo…Tomá pa vos, tomá pa vos…! - le contestó Antonio Cuarto Alloatti, mientras miraba de rabillete a su patrona, que era más mala que diez sargentos.
Guardia de Seguridad de la Policia de San Benito en la década del '50 del Siglo XX |
Como broche de oro siempre llegaba el paso final del rey Momo, que nunca faltaba con su cara de grotesco fantoche, materializando la constante de la concurrencia que se había despojado de sus propias caretas de circunstancia diaria, para rendirle homenaje a su paso majestuoso, pagando con aplausos apagados el loco tributo a sus efímeras grandezas, que desde los albores de la civilización pagana había logrado como reconocimiento que se le asignara el rango de una realeza.
Y se iba terminando aquel torbellino fantástico, cuya fantasía se agrandaba al contemplarlo con nuestros cristales de ilusiones, pero que al final nos hacía regresar a la realidad, justipreciando en su valor efectivo ese acto anual, pletórico de vanas quimeras, para depositarnos en el carnaval de todos los días…
Los corsos terminaban. De nuevo el cura se frotaba las manos ya que con seguridad los feligreses volverían como ovejas descarriadas al redil, con su arrepentimiento, con su “yo pecador” y acariciando en sus bolsillos las doradas chirolas de veinte, tributo más que convincente… para implorar el perdón….
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