Tribuna de Opinión
Finalmente, no fue la economía sino la política. La presentida crisis, que acompañaría el último año de la presidenta, estalló en el seno del gobierno y del mismo Estado. A diferencia de las crisis económicas, más previsibles, ésta todavía no ha desplegado toda su potencialidad. La denuncia de Nisman golpeó al plexo del gobierno; su misteriosa muerte saca a la luz el lado clandestino del Estado. Sobre eso, hoy vemos la manifiesta incapacidad de Cristina Kirchner para asumir su papel de jefa de Estado, abroquelándose en el más modesto de jefa de facción.
El grupo gobernante está en crisis. Dada su radical verticalidad, la falla del conductor siembra el desconcierto entre los sumisos seguidores, obligados a descartar el análisis político y a seguir a la presidente en sus vaivenes y desvaríos. La militancia de planta ha puesto carteles pero por ahora no se la ve. Su consigna, “ni lo intenten”, es amenazadora pero también defensiva. Podemos suponer que el resto del peronismo cristinista, empezando por Scioli, advierte los riesgos electorales de seguir a un jefe que ha perdido el rumbo, y evalúa alternativas.
Hay una medida de la crisis del grupo gobernante. Hoy sus adversarios más temidos no son los medios sino algunos segmentos del Estado, a los que el kirchnerismo había controlado con el palo y la zanahoria. La rebelión de los fiscales es relativamente reciente. La Secretaría de Inteligencia colaboró con los Kirchner desde el principio. Hoy existen en ambos grupos que van a la guerra; el poder kirchnerista se está desarmando, y el “ni lo intenten”, no funciona con ellos.
Esta crisis de un régimen que ofreció a la sociedad unidad de mando probablemente repercuta en quienes, sin militar en su causa, le prestaban su consentimiento. Se trata del famoso 20 por ciento, que habitualmente define las elecciones. El caso Nisman potencia entre ellos el malestar por la economía, la inseguridad y la corrupción, y desmorona la legitimidad de ejercicio de este gobierno.
Pero el ojo de la crisis se encuentra en un nivel más profundo. No es solo un gobierno que se retira; es la exhibición de una crisis radical del Estado y de la República. Lo que suceda con Cristina y el Frente para la Victoria es cosa de sus seguidores; la suerte del Estado y la República nos afecta a todos. Sabemos desde hace mucho tiempo que la gestión kirchnerista los ha destrozado, con su combinación de ineficacia, decisionismo, corrupción y facciosidad. Del Indec al ministerio de Economía; de las fuerzas de seguridad a la Anses; de la salud a la educación, las agencias gubernamentales están dañadas y su raleado funcionariado está marginado por la militancia de La Cámpora.
El caso Nisman extiende este diagnóstico a la diplomacia y la inteligencia, un nuevo y oscuro protagonista. El poder Ejecutivo está sobredimensionado y destruido. El Legislativo puede hacer poco mientras lo controle una mayoría regimentada. El poder Judicial, que debería estar al margen de la política, está dividido en facciones, y en su seno el gobierno libra la batalla por la impunidad.
Aquí está el ojo de la crisis: en el gradual derrumbe del Estado de Derecho. Mas allá de su sentido general, quizás abstracto, tiene hoy un significado muy personal y directo para muchos, como el periodista del Herald que se fue del país. Luego de la muerte de Nisman todos nos sentimos amenazados de algún modo. Hasta ahora el problema eran los motochorros, los asaltantes o los narcos; ahora se le teme al gobierno y a su larga y pesada mano.
Quizás este riesgo se limite a las personas con visibilidad, pero no es así. En su loca carrera final, hacia el poder total o simplemente la impunidad, el gobierno parece haber traspasado un límite. Después de exacerbar la violencia verbal, las “palabras que matan” parecen mutarse en muertes reales. Nos preguntamos cuántas armas tienen las “organizaciones populares” subvencionadas, y en que circunstancias estarían dispuestas a usarlas. Es imposible no pensar en 1975.
Entonces se decía que había que llegar a las elecciones “aunque sea con muletas”. Ojalá hubieran podido. Hoy tenemos el deber de desempeñarnos mejor que los dirigentes de entonces. Tenemos que llegar a las elecciones, pero para eso hay que salvar a la República. No se puede esperar mucho del equipo gobernante, ni de la presidenta, que parece conspirar contra ella misma. Toda la responsabilidad recae en el sector opositor de la sociedad.
La posibilidad existe. En este sector se nota una saludable reacción, como lo muestra la amplia y rápida difusión de la Declaración por el Derecho a la Verdad, impulsada por el Club Político Argentino. También se ha construido una coincidencia acerca de lo que debería hacerse en los próximos años, que se parece bastante a lo que cada dirigente opositor dice. Solo falta que ellos se hagan cargo de la magnitud de la crisis, reduzcan un poco su preocupación por diferenciarse, y den forma a un acuerdo cuyo primer punto sea la salvación de la República.
El ánimo social que se percibe, cuando estamos en el ojo de la tormenta, puede ayudar a esta convergencia. Quizá cuando se atenúe la conmoción, reaparezcan las rencillas de los políticos. Sabemos que más tarde no será fácil mantener la tensión, pero es indispensable hacerlo. La tarea de los políticos es darle forma; la tarea de la sociedad civil y sus organizaciones es impulsarlos e impedir que retrocedan.
Luis Alberto Romero es historiador (UBA). Actualmente integra el cuerpo académico de la Universidad de San Andrés y es miembro del Club Político Argentino.