martes, 11 de agosto de 2015

HISTORIAS... CUENTOS DE LA VIDA

LAS PENURIAS DEL ‘OREJÓN’, 
UN PERRO CON SARNA
El mundo de los perros se mueve paralelamente al nuestro, convive con nosotros, se desenvuelve y en buena medida depende de nuestra ayuda, pero es muy diferente en relación a nuestros movimientos humanos, al punto que tiene como diferencia abismal que en ese ámbito perruno lo más importante no es lo que se ve… lo principal en la vida de los perros es lo que se huele.
El perro puede ver un paraíso al frente suyo pero - si el olor no le satisface – continúa su camino sin inmutarse, sin siquiera mover la cola. Cuando un perro se va directo al trasero de otro es porque quiere conocer desde sus olores sus costumbres, su dieta, su origen y hasta su estado emocional.
Alguna vez me enseñaron que los perros tienen un doble sentido del olfato que les permite gozar de un mecanismo de mensajería química, que se desenvuelve con un sistema de nervios conectados al cerebro. Esto le permite en una gran diversidad de olores reconocer el que le interesa puntalmente.
Tras esta semblanza para describir un mundo que ni imaginamos convive con nosotros, paso a contarles las peripecias - precisamente – de un perro de esos del montón, de los que no portan pedigree, ni tienen a un humano que se precie de ser su dueño.
En tiempos de su mocedad anduvo el “Orejón” – así lo conocían en el pueblo –por mil rincones y basurales, era reconocido por todos debido a que tenía un porte casi diría militarizado, su andar era armonioso, su pelaje suave y con brillo especial. Sus grandes orejas lo hacían más respetable; pero lo que infundía respeto era su capacidad para pelear con otros perros.
En una oportunidad se lo vio enfrentar a un inmenso rottweiler al que no lo aflojó hasta dejarlo en el suelo. Así era el ‘Orejón’, un perro al que todos conocían, pero sobre el que nadie acusaba ser su propietario.
Sus dotes de gran luchador hizo que otros tantos perros, los que eran un poco más débiles, más chicos, menos expertos, se unieran en un séquito que lo acompañaba en sus diarias aventuras… y travesuras.
Cuando el ‘Orejón’ hacía valer la cualidad que lo había llevado a la fama en la grey perruna y olfateaba algo agradable que les asegurara el sustento, allí iban todos sus seguidores para nutrir la dieta diaria y cuando otros perros querían sumarse a un ocasional festín era él quien se encargaba de ahuyentarlos.
Fue pasando el tiempo y nuestro amigo de marras comenzó a pagar un duro precio a sus continuas aventuras amorosas; se fue achacando, hasta que un día adquirió una enfermedad contagiosa: contuvo “sarna”; de a poco su cuerpo comenzó a mostrar signos de su decadencia hasta que quedó totalmente cubierto por el mal.
Sus laderos se fueron alejando, ya que – como contaba antes – su tremendo olfato les permitía prevenirse de esa enfermedad contagiosa.
Y se fue quedando solo.
Andaba solo, maltrecho, con su mochila cual ‘sanbenito’ a cuestas, pero nunca perdía su estilo de caminar con estirpe militar.
Aquellos perros que nunca habían andado en su jauría, cuando lo veían se codeaban entre ellos y se reían con desenfado, se burlaban de quien antes los había tenido a mal traer y gozaban de su decadencia cíclica, producto de aquello de que ‘todo se paga en vida’… hasta en el mundo canino.
Pasó el tiempo… 
El ‘Orejón’ fue descubriendo que revolcándose en el aceite quemado que volcaban en un cañadón cercano a un taller del pueblo era el antídoto para sus males y la enfermedad fue tendiendo a mejorar.
Fue entonces cuando comenzó a conquistar relaciones con un reducido grupo (que se fue agrandando) de otros tantos perros vagabundos, sin dueño, sin la alcurnia de un pedigree, pero felices de vivir en libertad. 
Y anduvieron por las calles del pueblo en otras tantas aventuras … y travesuras.
Un buen día un novillo en un campo cercano adquirió un mal desconocido, comenzó a sufrir sin perder su kilaje y su gordura; sus patrones se desentendieron de su cuidado… entró en agonía y murió.
El olor llegaba al poblado cercano en andas del pampero y la alarma perruna se encendió. Era tentador, provocaba una sensación tan fuerte que en poco tiempo llamó la atención a toda la comunidad canina; nadie se abstenía de querer saborear aquella tentación tan apetecible. Ni los perros mejor alimentados, ni siquiera aquellos a los que cuidaba el veterinario del pueblo se sustraían a aquella insinuante tentación.
Pero el dilema de todos era que no podían distinguir si la enfermedad que se había cobrado la vida de aquel novillo podría causarles algún perjuicio a ellos.
Hubo reuniones, consultas, convocaron a un gran sabio de la raza San Bernardo experto en dietas y recetas que no supo dar en la tecla y, finalmente, hubo una asamblea general para dar el debate acerca de la conveniencia de aprovecharse del aquel nuevo manjar que los convocaba desde sus dulces aromas.
Nadie se animaba a dar el primer bocado para ver si tenía consecuencias extrañas, mucho menos nocivas.
Y los perros más caté, lo de raza, lo que tenían patrones abogados, arquitectos y otras tantas placas de bronce lustroso, vieron en el ‘Orejón’ al candidato ideal para dar el primer bocado y aguantarse las consecuencias…
Como no se animaban a dirigirse a él directamente, enviaron a unos perros abandonados en fecha reciente para que le dieron el recado con las directivas para dar el bocado y el veredicto sobre la salubridad de aquel flamante y nuevo alimento.
Llegó la noche...
El ‘Orejón’ venteó un rato hacia el sur, levantó su cabeza una y otra vez, como si quisiera recordar o individualizar algo... hasta que movió la cola, dio una vuelta sobre sí mismo, aulló con la característica propia para convocar a sus amigos de andanzas y, lentamente, sin estridencias, sin levantar sospechas, se dirigieron todos juntos hacia el sur.

…Al otro día en un campo cercano al poblado blanqueaban los huesos de una osamenta…

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